Los afectados se quejan de abandono institucional.
“Soy una madre mayor, no sé qué va a pasar con mi hijo cuando yo no
esté”. Elisa Tórtola tiene 74 años y le preocupa quién atenderá a su
hijo de 43, que padece esquizofrenia paranoide desde los 27, cuando ella
“no esté en este mundo”. Esta valenciana ni siquiera se ve con fuerzas
para seguir con la presidencia de la Asociación para la Salud Integral del Enfermo Mental
(ASIEM). El temor de Tórtola es compartido por muchos familiares. El
entorno cercano es un eje fundamental para el cuidado de los enfermos
mentales más graves. La falta de recursos, mermados además por los
recortes, lastra el desarrollo de la red pública de atención que se
venía tejiendo desde la década de los ochenta, cuando se decidió el
cierre de los psiquiátricos (antiguos manicomios) y se trasladaron las
unidades de salud mental a los hospitales generales.
Tragedias como la acontecida hace unos días en el Hospital Clínico de
Málaga, donde un paciente agredió gravemente a otro en la unidad de
agudos de salud mental del centro, han alertado sobre las consecuencias
de los recortes. Precisamente en una comunidad en la que la red de
atención es de las más desarrolladas del país, según los expertos. A
falta de que la investigación abierta esclarezca lo sucedido, Conchi
Cuevas, presidenta de la Confederación Española de Agrupaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental (Feafes)
en Andalucía advierte de que “es un fallo de la Administración por
falta de recursos”. Y explica: “No puede haber dos personas contenidas
mecánicamente (sujetas a la cama) en la misma habitación. Y menos sin
vigilancia”. Ambas circunstancias contravenían el protocolo. Para
Cuevas, este tipo de sucesos son puntuales —“no son más delincuentes”,
subraya— . Pero considera además que este caso es un ejemplo de los
riesgos derivados de los recortes. “Las unidades de agudos están
colapsadas”, dice.
La tijera amenaza la implementación del modelo comunitario, en el que
el paciente es atendido por un equipo multidisciplinar (psiquiatras,
psicólogos, asistentes sociales, enfermeras), y con prestaciones
terapéuticas, psicoterapéuticas y rehabilitadoras individualizadas, bien
en centros u hospitales de día o en el domicilio. La red estaba
desarrollada de manera desigual en las comunidades autónomas y los
recortes también son distintos. No hay datos que puedan cuantificar ni
lo uno ni lo otro. “Es imposible saber la relación de camas por
habitante o de psiquiatras por enfermo”, se queja Eudoxia Gay,
presidenta de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN).
“Con el soporte adecuado pueden hacer vida normal”, dice una psiquiatra
Los enfermos, las organizaciones de familiares y de profesionales
relacionados con la salud mental alertan, a falta de datos
cuantificables, de lo que perciben en las consultas, en los servicios
hospitalarios en los que trabajan o en sus casas. Hay merma de recursos,
se despide personal eventual de las unidades de salud mental, hay menos
camas, se reducen las subvenciones para asociaciones, se paraliza la
investigación. En este sentido, Jerónimo Sáiz, presidente de la
Fundación Española de Psiquiatría, señala que “las camas son el punto
crítico”. “Las unidades de media y larga estancia en los hospitales
generales tienen necesidades no cubiertas”, asegura el también jefe del
Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Ramón y Cajal de
Madrid.
Las consecuencias son graves, apuntan los expertos, en la calidad de
vida de los enfermos y, por extensión, de su entorno. El estigma hace
que la enfermedad mental sea prácticamente invisible, pero la Sociedad Española de Psiquiatría
(SEP) estima, a partir de los datos de la Organización Mundial de
Salud, que entre un 3% y un 4% de la población padece enfermedades
mentales graves (esquizofrenia, trastorno bipolar y de la personalidad).
“Con el soporte adecuado pueden hacer una vida bastante normal”,
afirma Gay. El hermano de Conchi Cuevas es un ejemplo de ello. Tiene 50
años, padece esquizofrenia paranoide y lleva una vida “normalizada”,
relata la representante de Feafes en Andalucía. No siempre fue así. Pasó
más de dos décadas “delirando”, según Cuevas, “hasta que entró en una
comunidad terapéutica, se le dio un tratamiento adecuado, no solo
farmacológico, sino también terapia y empoderamiento”. “Ahora ha
recuperado su propia vida. Si él, que ha pasado tanto sufrimiento, se ha
recuperado, tengo la esperanza de que todo el mundo pueda. Pero para
eso, los representantes públicos tienen que recuperar la cordura. No
quiero oír más que la atención sanitaria es un gasto, es inversión”,
zanja.
La crisis resquebraja el modelo de atención comunitaria que ni
siquiera “había terminado de desarrollarse”, según Gay. El presidente de
Feafes, José María Sánchez, denuncia que otros recortes están afectando
negativamente al tratamiento de la enfermedad mental. Así, Sánchez
señala que el copago farmacéutico, la exclusión de los inmigrantes del
sistema nacional de salud y los recortes en dependencia ahondan los
problemas del colectivo. Si bien, los avances han ido acabando con
aquellos centros.
Entre un 3% y un 4% de la población sufre alguno de estos trastornos
“La Ley de Dependencia desde el inicio ignoró en gran medida al
enfermo psiquiátrico grave. Por ejemplo, a la esquizofrenia. Estaba poco
puntuada y los pacientes recibían pocas ayudas”, recalca Miguel
Gutiérrez, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría. En este
sentido, el doctor Sáiz señala que “algunas enfermedades mentales son
invalidantes, con tendencia a recaer e incluso limitan el autocuidado”.
Por eso Elisa Tórtola, madre de enfermo mental y presidenta de ASIEM,
considera que el colectivo “está olvidado desde siempre”. “Con la
dependencia llueve sobre mojado; ahora le bajan el grado a mucha gente y
le quitan la prestación”, denuncia.
El fin del modelo asilar previo a la reforma de 1986, en el que había
mezcla de pacientes de diferentes edades y patologías en distintos
grados en un solo centro, normalmente apartado de las ciudades, debía
dar paso a una red de estructuras asistenciales, desde la unidad de
salud mental en el hospital, hasta centros de día, atención domiciliaria
o programas más avanzados como el asertivo-comunitario (basado en un
seguimiento estrecho del médico, que busca al paciente y no al revés).
El desmantelamiento de esta red dejándola en lo básico (las unidades
hospitalarias) provoca que los enfermos recaigan con más frecuencia, a
veces dejan la medicación y, en definitiva, acuden más a urgencias y
aumenta el gasto sanitario, apunta el presidente de Feafes. “Se rompe el
tratamiento continuado”, alerta Sánchez.
Las organizaciones familiares también han sufrido los recortes
Los resultados del informe Efectividad de un programa de tratamiento
asertivo comunitario para pacientes con trastorno mental grave,
publicado en la Revista de Psicopatología y Psicología Clínica y
elaborado por los doctores José López-Santiago, Luis V. Blas y Mónica
Gómez, que estudiaron durante meses a los enfermos que se sometían a
esta terapia en el Hospital Universitario de Albacete, corroboran que
este tipo de programas reducen los ingresos en un 60% y las visitas de
urgencias en un 80%. Los autores consideran que el éxito del programa se
debe a que la atención es “más intensiva, integral, comunitaria y
centrada en las necesidades del paciente”, mientras que el tratamiento
previo recibido se basaba fundamentalmente “en un modelo de consultas
psiquiátricas ambulatorias en las que era el paciente el que tenía que
adaptarse a las características del dispositivo”.
Pese a que los resultados son positivos en términos económicos y de
salud, aumentan la adherencia a la medicación y reducen las recaídas,
estos programas personalizados son caros y son los primeros que sufren
los recortes. “¿Quién va a estar pendiente de si se toma la
medicación?”, se pregunta Tórtola. “Este problema existe pero nos
callamos para no aumentar el estigma”, añade. La carencia de recursos
para terapias personalizadas que impidan el abandono de la medicación ha
sido una constante para las familias, en las que recae la
responsabilidad de controlar y medicar a sus parientes enfermos. “No es
que no queramos hacernos cargo, pero no somos especialistas”, alerta
Sánchez, de Feafes.
Los expertos avisan de que la crisis traerá más problemas mentales
R. B., que prefiere permanecer en el anonimato, tiene un hijo de 34
años con trastorno de la personalidad. Durante años se ha encargado sola
— “el padre se desentendió”, lamenta— de que se tomara sus pastillas.
“Pero no puedo estar todos los días obligándole a tomarse la
medicación”, relata con una voz cansada. Esta madre, residente en
Valencia, se dice afortunada porque, desde hace unas semanas, una
enfermera acude semanalmente a su domicilio a controlar la salud al
enfermo. R. B. ha temido en ocasiones por la vida de su hijo. Y por la
suya. Pero le resta importancia y subraya que lo que más le hace sufrir
es ver cómo “se le pasa la vida” a su hijo. “No quiere ni salir de
casa”, explica al borde del llanto.
El rechazo social que sufren los enfermos mentales y sus familias es
muy fuerte, dicen los afectados, tanto que en muchas ocasiones el
silencio es autoimpuesto. Por eso, dice el doctor Sáiz, “es un colectivo
poco reivindicativo e invisible”. Normalmente son las familias las que
se asocian para intercambiar información y darse apoyo entre ellas. Pero
la virulencia de los recortes lo ha hecho emerger a la esfera pública.
“No podemos consentir que nos digan que no hay camas, ni pisos tutelados
o que las listas de espera se alarguen tanto”, se enoja Cuevas.
Las asociaciones de familiares y usuarios, que en ocasiones prestan
servicios de apoyo allí donde la Administración no llega, también
padecen la tijera presupuestaria. Bien lo saben en Valencia. “Se ha
recortado drásticamente la atención a la recuperación y rehabilitación
que se venía dando de forma casi totalmente privada por las asociaciones
de familiares con ayudas parcialmente subvencionadas por Bienestar
Social”, alerta Julián Marcelo, miembro de ASIEM. “Por falta de
financiación no pueden ni sostenerse las ya escasas plazas de centros de
media estancia, de centros de rehabilitación y centros de día. Sin
hablar de los prácticamente desaparecidos programas de capacitación u
orientación, incluso de los financiados con fondos europeos”, añade.
La recesión económica no solo ha reducido los recursos de atención y
promoción de la salud mental, sino que es “un caldo de cultivo”, según
Gay, de la Sociedad española de neuropsiquiatría, para que aumenten los
casos de depresión o ansiedad. Un 25% de la población, según señala el
presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, sufrirá algún tipo de
enfermedad mental común a lo largo de su vida. El paro, la pobreza o la
pérdida de la vivienda incrementan las posibilidades de que ese momento
sea ahora. “Habrá que hacer un debate sobre cómo priorizar los recursos
y reorientarlos allí donde son más necesarios”, concluye Miguel
Bernardo Arroyo, presidente Sociedad Española de Psiquiatría Biológica.
“Para recuperarse hay que tomar el control sobre la vida”
José Manuel Arévalo, de 46 años, preside En Primera Persona,
organización constituida solo por enfermos mentales para defender sus
derechos. Él padece trastorno bipolar, y hace una década se reunió con
otros “compañeros” porque tenían la necesidad de “representarse a sí
mismos”.
Pese a que entonces ya existían agrupaciones de familiares, no se
sentían identificados. “Queríamos nuestro espacio”, explica Arévalo.
“Vamos caminando, establecemos estrategias y compartimos conocimiento”,
detalla este afectado de enfermedad mental. “Somos los que mejor
conocemos nuestras necesidades y damos cursos de autoayuda, de derechos
humanos e incluso hemos contratado a un periodista como portavoz”,
continúa. Esto último es muy importante en un momento de recortes en los
que han percibido la importancia de alzar un poco más su mensaje.
Este andaluz empezó a notar que “algo no iba bien” a los 18 años.
“Tenía fases de euforia y luego, depresión”. Pero hasta los 30 no le
diagnosticaron. Por experiencia sabe muy bien que cuando el médico da
con la enfermedad se pasa una fase de negación. “En el grupo de ayuda
decimos que la peor lucha es con uno mismo”.
Después llega la batalla contra el estigma social. “No está solo en
los medios, sino también en las familias, incluso en los servicios de
salud”, asegura. “A veces vamos al médico con un dolor de espalda y los
doctores, al ver tu enfermedad, obvian por lo que habías ido”. “Hablar
de enfermedad mental todavía se relaciona con algo oscuro, peligroso”,
se queja.
Pero Arévalo, que tuvo que dejar —“me jubilé”, afirma— en 2002 su
trabajo como trabajador social, no se resigna a que esa sea la imagen
imperante de sus “compañeros” y él mismo. “La integración es posible.
Pero la recuperación pasa por que adquiramos el control de nuestra
vida”. En ese sentido, dice, es fundamental su inserción laboral, o al
menos ocupacional.
“Una persona con enfermedad mental a lo mejor no puede soportar, por
el estrés, una jornada de ocho horas, pero si una de cuatro y con
trabajos más mecánicos o manuales”, explica Arévalo. Pero la
administración no favorece estas oportunidades y el estigma es una losa
en cualquier entrevista para lograr un empleo.
Arévalo colabora con otras ONG, además de la que preside, ayudando a
personas en riesgo de exclusión social. Contesta casi a cualquier hora
del día el teléfono de la organización que dirige. Para lograr sus
objetivos, cualquier momento es bueno para derrumbar el muro del
estigma. “En primera persona” y con “voz propia”.
Información procedente de: http://sociedad.elpais.com